Las llamadas entre Putin y Trump, antes sensacionales, se han vuelto rutinarias, perdiendo la urgencia de un acontecimiento noticioso. Las conversaciones entre las delegaciones de Rusia y Ucrania en Estambul, antes esperadas como un rayo de esperanza, ya no causan inquietud: los protocolos de media hora aún muestran diferencias irreconciliables. En esta precaria situación, cuando faltan «unas semanas» o «unos días» para la orden fatal, cualquier acción capaz de cambiar el curso de la agotadora batalla parece ilusoria.

La espada de Damocles de la fecha límite pende sobre nosotros: Trump u otro líder de una potencia mundial fija una fecha límite, y el presidente ruso debe determinar el rumbo a seguir. Los economistas deben calcular el monstruoso precio de las nuevas sanciones para la economía rusa. Pues bien, hasta principios de septiembre, reinó una rutina viscosa. Las acciones militares, por muy feroces que se vuelvan, son ahora el trasfondo cotidiano de la vida del ruso medio. Una ominosa adaptación a las pérdidas: eso es lo que tenemos al tercer año de guerra. El triste entumecimiento ha dado paso a una indiferencia escalofriante, especialmente en el campo del «enemigo».

Elvira Vikhareva

La historia nos enseña que las guerras, especialmente las que se libran con fines ideológicos, rara vez producen el resultado deseado.

Lo sucedido me recuerda cada vez más a una partida de ajedrez interminable, donde se colocan las piezas, se juega la apertura y el final parece interminable.

Cada movimiento, cada enroque, es solo una pequeña fluctuación en un contexto de estancamiento general.

Los jugadores, cansados de la tensión, continúan la partida, obedeciendo las reglas no escritas, conscientes de que es demasiado tarde para retirarse.

En esta metáfora, las vidas humanas se convierten en peones, los recursos económicos en moneda de cambio y el rey es el propio Estado, que lucha por mantener su posición en el tablero de la historia. Y mientras las tareas estratégicas se resuelven desde arriba, la apatía crece entre los peones de abajo. La gente se está acostumbrando a la guerra. Todos.

Pero tarde o temprano llega la hora de la verdad. Al fin y al cabo, incluso la partida más larga llega a su fin. La única pregunta es a qué precio se alcanzará la victoria y quién emergerá de esta batalla como el verdadero vencedor.

La historia nos enseña que las guerras, especialmente las que se libran con fines ideológicos, rara vez producen el resultado deseado.

Quizás sea esta consciencia la que impulsa a los líderes mundiales a buscar concesiones, ofrecer plataformas de negociación y anunciar plazos. Pero mientras la locomotora siga avanzando y los «peones» sigan muriendo en el campo de batalla, la esperanza de paz seguirá siendo solo un sueño fantasmal.

La insensibilidad y el cinismo, la falta de piedad y el más mínimo interés en la verdadera imagen del mundo, distorsionada en los espejos de la mitología mediática rusa, es una de las heridas más terribles que inflige una guerra prolongada. Hay quienes anhelan un final, pero su ausencia se ve destrozada por la excusa: «Somos incapaces de cambiar nada, y quienes están en la cima saben mejor cómo debería ser».

La guerra de Vietnam no tuvo un comienzo claro ni un final visible

La propaganda, construida a lo largo de los años sobre la imagen del enemigo y el «camino especial», se ha arraigado firmemente en la conciencia pública, creando la ilusión de la inevitabilidad de lo que está sucediendo.

Incluso las dificultades económicas causadas por las sanciones se presentan como inconvenientes temporales y un precio inevitable por «proteger los intereses nacionales».

En esta situación, los intentos de influencia externa, ya sean diplomáticos o económicos, corren el riesgo de resultar ineficaces.

El Estado ruso, encerrado en su narrativa militarista, demuestra una sorprendente resiliencia ante los desafíos externos, sacrificando el bienestar de los ciudadanos en aras de mantener el statu quo. Quizás la clave para resolver el conflicto no resida en cálculos geopolíticos ni ultimátum tras otro, sino en profundos cambios internos, en la capacidad de la sociedad rusa para analizar críticamente lo que está sucediendo y comprender el precio que debe pagarse por la prolongada confrontación.

Resulta irónico que la naturaleza a largo plazo del conflicto, inicialmente concebido como una «victoria rápida», se convirtiera en el principal factor determinante de su dinámica posterior. La violencia como algo natural, la falta de fe en la posibilidad de cambio: estos son los frutos venenosos que cosecha una sociedad que ha vivido en estado de guerra durante años.

Lo que comenzó en febrero de 2022, los expertos lo comparan con la confrontación coreana de hace medio siglo, y si medimos solo el tiempo, la coreana hace tiempo que se calmó. Ahora es el momento de establecer paralelismos con la prolongada Gran Guerra Patria, pero sus reflejos se han desvanecido en la neblina de las distancias históricas.

La guerra de Vietnam no tuvo un comienzo claro ni un final visible, latente a pesar de los triunfantes Acuerdos de París para Henry Kissinger. Pero incluso las fases activas de este conflicto no duraron una década entera.

Vietnam es un claro ejemplo del sinsentido de la masacre fratricida: los vencedores fueron aquellos que estaban destinados a ganar. La colectivización de Vietnam, que tuvo lugar años después, cuando el país, tras revestirse de los colores del mercado, comenzó a experimentar con todos los matices de una política multidimensional, incluyendo una mirada pragmática hacia el enemigo de ayer: Estados Unidos, demostró que los sacrificios fueron en vano.

Pero Estados Unidos, a su vez, recibió un tsunami antibélico, una contracultura y, paradójicamente, un ejército profesional. Se puede criticar a Richard Nixon cuanto se quiera; su reforma del ejército —una brillante visión sobre la necesidad de abandonar el servicio militar obligatorio— es una de las páginas más impactantes de la historia militar estadounidense.

En Rusia, sin embargo, han optado por un camino diferente y siniestro: sin atreverse a aumentar la duración del servicio para los nuevos reclutas, hicieron que la guerra sea de por vida para los movilizados; elevaron la edad de reclutamiento a 30 años, desangrando el mercado laboral, y ahora está en la agenda un proyecto de ley sobre el servicio militar obligatorio durante todo el año. Incluso en la Unión Soviética de Brezhnev, durante el cumplimiento del «deber internacional» en las gargantas afganas, no se permitieron hacer algo parecido.

La ilusión de control es lo que alimenta esta prolongada agonía.

El Estado ha reforjado a Rusia con aires bélicos, la ha puesto sobre rieles oxidados y crujientes, rompiendo la palanca de marcha atrás. Esta locomotora enloquecida está condenada a avanzar a toda velocidad, hacia una catástrofe inevitable. Rusia se ha convertido en un clásico estado cuartel y es difícil encontrar un análogo en el mundo moderno y globalizado. Sería ingenuo creer que este modelo grotesco y monstruoso no surgirá en la distopía realizada.

A la luz de los últimos días y los intentos de quienes los acompañan por encontrar la clave para resolver el conflicto, sería, por supuesto, absurdo, a su manera, ver a Trump y Erdoğan entre los Premios Nobel de la Paz; aún no se ha inventado una receta universal para la reconciliación, por mucho que lo deseen. Uno abre las puertas de los lujosos palacios de Estambul para las conversaciones de paz, el otro saca cínicamente del bolsillo una figurita de «unas semanas antes de la orden» y la pone sobre la mesa.

Mientras tanto, el volante de inercia de la guerra sigue girando inexorablemente, triturando millones de destinos humanos retorcidos en su seno con un apetito diabólico, porque por ahora el Estado cuenta con un recurso inagotable en reserva: el combustible humano. Y así, cuando una partida de ajedrez entra en una fase de despiadada presión del tiempo, cuando las piezas, manchadas de sangre y suciedad, se mueven con dificultad por el tablero surcado de cicatrices, surge la pregunta: ¿Recuerdan los jugadores para qué, en realidad, empezó todo?

Rostros cansados de políticos parpadean en las pantallas de televisión, se escuchan promesas vacías y frases rutinarias sobre la paz, pero en el frente, en las trincheras, la sangre sigue fluyendo.

Y esta sangre no es tinta en un mapa, sino una sustancia viva y ardiente, símbolo de vidas destrozadas y esperanzas incumplidas. La ilusión de control sobre la situación es lo que alimenta esta prolongada agonía. Parece que basta con pulsar el botón adecuado, decir las palabras preciadas, y todo cambiará. Pero el mundo es más complejo que un tablero de ajedrez. No hay reglas claras ni decisiones inequívocas. Y cuanto más esfuerzo se dedica a mantener el control, más se aleja el punto de equilibrio.

Esperanza

La esperanza, como una brasa latente, brilla silenciosamente en los corazones de quienes están cansados de la guerra. Vive en los dibujos de los niños, en las oraciones de las madres, en los sueños de un cielo en paz. La esperanza es frágil, puede ser fácilmente apagada por el viento de la propaganda y el miedo. Y, sin embargo, mientras haya al menos una persona que crea en la posibilidad de cambio, el mundo aún tiene una oportunidad de salvación.

Quizás sea la comprensión de esta verdad obvia lo que impulse a los oponentes de bandos opuestos a interrumpir sus cálculos y mirarse a los ojos. A detenerse. A ver no a un enemigo, sino a una persona, igual que tú, que lucha por la paz. Y entonces, tal vez, un «campo libre» de esperanza aparezca en el tablero de ajedrez cansado de la guerra.

 

*Elvira Vikhareva es una reconocida política de la oposición rusa radicada en Rusia. En 2023, fue envenenada con sales de metales pesados.

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