Lo recientemente revelado por Twitter de que se reunían periódicamente con varias de las agencias estadounidenses (entre ellas el FBI, el Departamento de Seguridad Nacional (DSN) y la Oficina del Director de Inteligencia Nacional – ODNI) y que estas agencias le entregaban a los ejecutivos en Twitter listas de las cuentas de personas que ellos deseaban eliminar del portal es muy probable que desaparezcan en el olvido ante una maraña de políticas partidistas y medios de comunicación egoístas. Y verdaderamente no debería ser así.
Estas reuniones programadas regularmente y las constantes demandas del gobierno para que Twitter tome cartas en el asunto no tenían relación mutua, hasta donde sabemos, a acciones delictivas verdaderas. Tal situación no tenía nada que ver con videos del EIIS o con alguna pornografía infantil. Más bien parecían involucrar temas personales tales como el «negar elecciones» y rumores de una posible interferencia extranjera, entre otros. Twitter y otras compañías, por su cuenta o incitadas por los agentes federales, de una forma u otra (simplemente no sabemos qué sucedió en estas repetidas reuniones), enterraron las noticias sobre la computadora portátil de Hunter Biden antes de las elecciones generales y prohibieron o más bien degradaron cuentas relacionadas con el tema del Covid-19 o los temas políticos o temas de género. Por supuesto, Twitter (y Facebook) también prohibieron las cuentas de un presidente de los Estados Unidos en funciones luego de ocurrir los eventos del 6 de enero, 2021 ya que estas empresas reinterpretaron sus términos de servicio para hacerlo. Como empresas privadas, tenían todo el derecho legal de tomar tales acciones (a pesar de que algunas de estas acciones fueron mal consideradas), pero tener al gobierno en la sala del frente o de guardia cuando estas decisiones fueron tomadas hace que toda esta situación empeore.
Esta última revelación en la conexión entre el gobierno y los grandes grupos tecnológicos me trajo recuerdos de cuando trabajé en la lucha contra la propaganda yihadista en el Departamento de Estado hace unos 10 años. Durante un discurso en la cena de gala del Comando de Operaciones Especiales (SOCOM) en el mes de mayo, 2012 la entonces secretaria de Estado Hilary Clinton, elogió el trabajo que nuestra pequeña operación había realizado para tratar de contrarrestar la propaganda de Al-Qaeda en Yemen. Básicamente, lo que estábamos haciendo era rastrear las cuentas de Al-Qaeda en las redes sociales, un crudo contra-mensaje en esa era digitalmente primitiva. Algunos periodistas malinterpretaron lo que estábamos haciendo como si se tratase de algún tipo de operaciones cibernéticas sofisticadas o encubiertas (y no lo era) y a pedido del personal de la Secretaría, tuve que ir y explicarle a algunos periodistas, paso a paso, lo que en realidad hicimos. Mi responsabilidad era aclarar que no estábamos haciendo ningún tipo de censura (¡de cuentas en las redes sociales terroristas o extremistas!) o eliminación, algo que ni la prensa ni la administración querían concebir como posible en aquellos días ingenuos e inocentes.
Había, para ese momento, una persona en la Oficina de asuntos públicos del estado que se desempeñaba de interfaz con las empresas en las redes sociales. Otras agencias gubernamentales tenían sus contactos, pero el nivel de interacción era relativamente modesto. Nuestro propio trabajo abierto, bajo la apariencia de lo que se denomina ‘diplomacia pública’, estaba por ley dirigido a países extranjeros. Como funcionario en el campo de la diplomacia pública, primero con la Agencia de Información estadounidense (USIA) y luego con el estado, me inculcaron que «solo» intentábamos hacerle propaganda a audiencias extranjeras y no a las estadounidenses. La ley que creó este sistema de seguridad de redes, la Ley Smith-Mundt de 1948, se descartada en el año 2012 precisamente por preocupaciones anti-terroristas. En cualquier caso, la ley trataba de restringir que el Departamento de Estado pueda realizar propaganda y no el gobierno de los Estados Unidos en su conjunto.
Dentro de unos pocos años, gran parte de esa forma de ser reservada del gobierno cambiaría. En el año 2013, la propaganda de Al-Qaeda mejoraría significativamente a medida que su entonces filial iraquí (que pronto sería independiente y acérrimo rival de su organización matriz), el Estado Islámico en Irak, se trasladó a Siria a lo grande. En el año 2014, Rusia se mudaría a Crimea y el Departamento de Estado establecería y luego disolvería una sala de propaganda anti-Rusia (uno puede recordar fotografías en el momento en que la entonces vocera del Departamento de Estado Jen Psaki, sostenía un cartel de #UnidosporUcrania). Luego ese mismo año, las empresas en las redes sociales comenzarían a desmantelar la masiva presencia yihadista en las empresas en las redes sociales estadounidenses (una presencia que a finales del año 2014 incluía videos que mostraban la decapitación de estadounidenses), un proceso que llevaría años. Aunque sin duda fue alentado por las agencias gubernamentales de los Estados Unidos, esta fue una acción que avergonzó a estas empresas tanto por su indignación pública como por el gobierno.
Cada vez más, un campo visto como relativamente poco importante (tanto que la USIA fue incorporada al estado en 1999) ahora se veía como un campo donde todos deberían actuar. La comunidad de inteligencia y el Departamento de Defensa tendrían sus funciones en los aspectos propagandísticos de la lucha contra el extremismo más violento.
Esas acusaciones del año 2016 sobre la interferencia rusa en las elecciones presidenciales estadounidenses serían solo los últimos eventos que alimentarían la propaganda oficial de Washington y las obsesiones de las operaciones de influencia (las acusaciones sobre la interferencia rusa eran reales pero, en retrospectiva, tenían un alcance muy exagerado y se fusionarían con el más amplio «Rusiagate» el cual tenía como objetivo derrocar al entonces presidente Trump). Ahora incluso más agencias gubernamentales, con un enfoque interno, entraron en la contienda de la información.
Una década más tarde, lo que alguna vez pareció una clara línea divisoria entre las audiencias extranjeras y nacionales se ha visto desdibujada y el gobierno se ha acostumbrado a una relación simbiótica acogedora con el Big Tech, lo cual involucra dinero, contacto constante y el pase de empleados del sector público al sector privado. Los temas de preocupación que supuestamente deben abordarse parecen estar en constante expansión. Y más partes del gobierno desean entrar en el juego de contrarrestar el tema de la desinformación y el mal uso de la información.
Algo ha salido muy mal aquí. Decir que a uno le robaron las elecciones, una antigua tradición política estadounidense, ya sea Stacey Abrams o Kari Lake, no es un delito y es un tema que las empresas en las redes sociales pueden querer abordar. Lo mismo es cierto cuando se trata del debate en las plataformas privadas de las empresas en las redes sociales sobre el Covid o sobre temas relacionados al género o cualquier otro tema candente que nuestras élites intelectuales favorezcan amablemente. Mi propia opinión está muy a favor de una mayor libertad por parte de las empresas en las redes sociales que permitan un discurso más amplio y sin trabas sobre todos estos temas. El mayor problema es la apariencia y la realidad de la colusión del gobierno con las empresas de redes sociales en todos estos debates.
Estamos muy preocupados por la interferencia extranjera en las elecciones estadounidenses o por los problemas sociales y de salubridad, justo es, pero el daño hecho a la tranquilidad interna y la confianza en nuestras instituciones por las revelaciones de la colusión gubernamental tras bambalinas parece ser infinitamente mucho peor que los problemas que estamos tratando de abordar. ¡Qué manera perfecta de promover teorías de conspiración e incrementar la desconfianza en el gobierno! El remedio es peor que la enfermedad. Al tratar de evitar que las cosas importantes sean desacreditadas, corremos el riesgo de que sean desacreditadas por nuestra propia mano dura y nuestras ansias de poder.
La gran tecnología oligárquica por sí sola es un riesgo para que muchas cosas sucedan en nuestra sociedad, desde el veneno social en TikTok hasta la disminución de la capacidad de atención y exposición de información individual confidencial. Es posible que se justifique una supervisión del Congreso junto a un escrutinio abierto y claro. Pero la combinación del gobierno de los Estados Unidos trabajando en secreto de la mano con las empresas en las redes sociales, a menudo bajo la apariencia de seguridad supuestamente altruista, es harina de otro costado.
No sé cómo pudiera funcionar un sistema de seguridad de redes o un Sunshine act (ley en que toda reunión será pública entre el gobierno y las grandes empresas de tecnología). Existen muchas razones para el contacto legítimo (como el terrorismo o la aplicación de leyes). Pero los agentes federales deben sentirse mucho menos cómodos y frecuentes en sus interacciones y deben existir elementos disuasorios administrativos, si no legales, en contra de las complicidades. El poder y las conexiones adquiridas para combatir contra el terrorismo extranjero parecen encontrar con demasiada facilidad una forma de ser reutilizados para otras causas. Este no debería ser un argumento partidista. Si bien los ejemplos recientes ante este tipo de colusión parecen favorecer a los demócratas y a la izquierda política, puede que esto no siempre sea así.
Lo que más se necesita con urgencia es algo que los gobiernos, incluyendo el de Estados Unidos, parecen realmente odiar: limitaciones.
*Alberto M. Fernández es vicepresidente de MEMRI.