En 1848, Europa fue sacudida por una serie de revoluciones democráticas populares destinadas a derrocar regímenes monárquicos multinacionales. Todas estas revoluciones fracasaron y la realeza autócrata recuperó el control. Pero los vencedores de 1848-1849 serían derrocados décadas más tarde, ayudados por varias guerras consideradas catastróficas.
Los alzamientos asociados con la Primavera Árabe fracasaron durante la última década, con la notable y frágil excepción de Túnez y muy posiblemente Sudán. El invierno autoritario resultante aplastó con mucho éxito a la mayoría de estas revoluciones. Toda una generación de jóvenes ha sido silenciada, apabullada o marginada, o ha huido hacia el exilio. Quizás, al igual que en la Europa del siglo 10 y comienzos del siglo 20, estas revoluciones árabes fallidas nos conduzcan hacia el éxito décadas más tarde y produzcan una realidad mucho mejor. O conducirán las revoluciones del futuro a los turboalimentados autócratas del futuro, como cuando los Borbones fueron reemplazados por el Reino del Terror, la autocracia Romanov por el poder soviético y el casi absoluto gobierno del Sha por el gobierno absoluto y totalitario del Líder Supremo de la Revolución Islámica.
Mientras tanto, ¿cuáles son las lecciones que pueden ser extraídas de este ciclo ocurrido en la última década el cual fue provocado por las revueltas de la Primavera Árabe? Decimos «ciclo» porque esta es una narrativa no solo de las revueltas en sí mismas, sino a su represión perpetrada por los estados, la dinámica interna dentro de los estados y reacciones y mayores tendencias regionales. Las duras lecciones dejadas por la Primavera Árabe son acerca de revolucionarios y contrarrevolucionarios, sobre estados e individuos, sobre propaganda e ideología tanto como de historia.
El ciclo de la Primavera Árabe acentuó severamente a los estados nacionales en general, pero particularmente a algunos estados que habían sido creados por las potencias coloniales: Libia, Siria e Irak. Los tres estados, inclusive Siria, donde Bashar Al-Assad salió aparentemente victorioso, parecían estar atrapados en un estatus nebuloso donde el estado se encuentra dividido, cayendo en viejas divisiones y enfrentando facciones y oponentes armados y muy peligrosos. Mientras Libia está dividida entre Oriente y Occidente gobernados respectivamente por facciones musulmanas sunitas islamistas y no-islamistas, el «victorioso» Assad se enfrenta tanto a facciones descontentas de su propio bando como a un cumulo de opositores mucho más débiles pero aún no-reconciliados (islamistas, kurdos, salafistas). La ayuda esencial proporcionada por Irán y Rusia para salvar a Assad también son también presiones continuas sobre Siria como estado. Todos aquellos que le salvaron el pellejo a Assad esperan que se les retribuya en pago sus favores. En Irak, el gobierno formal encabezado por el Primer Ministro Al-Kadhimi, tal como es, se enfrenta no solo a una insurgencia aún más mortal que la del EIIS, sino también a facciones extremistas chiitas que tanto dependen como desestabilizan constantemente al estado. Irak, no menos que los demás, parece verse estancado en lo neutral. La situación ciertamente puede deteriorarse en términos de seguridad y de economía, pero muestra pocas posibilidades de avanzar en ausencia de alguna inesperada ganancia financiera provocada por un repunte de los precios del petróleo.
La difícil segunda lección es sobre los vencedores de la crisis. Si bien los regímenes pueden haber salido como perdedores en lugares tales como Túnez, Libia, Egipto junto a Yemen y otros regímenes salieron victoriosos en lugares como Irak, Jordania, Siria y Argelia, los grandes ganadores no fueron ninguno de estos estados árabes, sino las potencias regionales no-árabes. Tanto Turquía como Irán utilizaron el caos resultante y las luchas internas entre los estados árabes para incrementar su influencia regional. Y esa creciente amenaza tanto de Ankara como de Teherán ha llevado a algunos regímenes a virar rumbo hacia el estado de Israel, visto como mucho menos amenazante que las ambiciones de Erdogan en Turquía y la Revolución iraní.
En tercer lugar, la Primavera Árabe debilitó a los regímenes autoritarios que, aunque estos no eran realmente laicos en su totalidad (ningún régimen del Medio Oriente parece ser laico en ningún sentido significativo), se oponían al Islam político. La agitación resultante ha energizado una exageración islamista y se ha fermentado a lo largo de un espectro que va desde el islamismo tipo Hermandad Musulmana hasta el yihadismo salafista del Estado Islámico. Con la sola excepción de Sudán, el único caso de una revolución que reemplazó a un estado islamista, el resultado han sido regímenes que se preocupan más que menos por el Islam político. Si bien Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, que no experimentaron ninguna agitación abierta, se han movido agresivamente en contra de los islamistas, el Egipto anti-Hermandad Musulmana y la Siria anti-islamista siguen la ya bien afinada táctica de utilizar la religión como elemento del poder estatal contra sus oponentes motivados por la religión. Mientras tanto, la Turquía islamista, secundada por Qatar, ha reemplazado a Arabia Saudita como el flautista de Hamelín del islamismo, financiando y alentando a los partidos islamistas y la propaganda en toda la región e incluso a nivel mundial.
Es poco probable que Turquía hubiese podido desempeñar su nuevo papel de padrino del islamismo regional sin cooperar estrechamente – el generoso respaldo financiero de Qatar. El papel de Qatar en avivar las llamas de la revolución y mantenerlo encendido ha sido subestimado en Occidente y la relación simbiótica entre Turquía y Qatar buscará dar forma a las revoluciones árabes del futuro a su propia imagen. Qatar busca constantemente garantizar que los islamistas gocen de privilegios en cualquier oportunidad política posible. Y, a medida que este enfrenta un conflicto con sus vecinos árabes, Qatar se ha convertido cada vez más no solo en socio clave de su alma gemela Erdogan, sino también en facilitarle las cosas a Irán.
La siguiente difícil lección es que las esperanzas en Occidente de que la revolución conduzca a la democratización eran, en el mejor de los casos, prematuras. Los occidentales colocaron sus esperanzas en que el resultado de la revolución no fuese solo democracia, sino democracia liberal, a la imagen de cómo Occidente se ve a sí mismo. Esto no sucedió, o mejor dicho, no permitió que sucediera. De hecho, existen demócratas liberales en la región y estos estuvieron activos durante la Primavera Árabe, pero fueron eclipsados, superados por sus adversarios: demócratas anti-liberales, rebeldes autoritarios anti-liberales y regímenes autoritarios anti-liberales.
La esperanza era que la revolución en el Medio Oriente conduciría a reformas y que los estados reformados estarían mejor administrados y serían más atractivos para sus ciudadanos, manteniéndolos más felices y en casa. Pero la guerra, la revolución y el colapso del estado en la región han desatado una ola de inmigrantes que amenaza la democracia en el propio Occidente, ya que la masiva migración hacia Europa desencadenó una crisis interna existencial sobre la identidad y política. Europa teme más el caos en el Medio Oriente que los autócratas del Medio Oriente, que al menos pueden controlar a las poblaciones, especialmente si son sobornadas por las grandes concesiones de la Unión Europea disfrazadas de ayuda económica.
Nuestro punto final no es tanto una lección difícil como una de preocupación. Los estados que «obtuvieron ganancias» en la Primavera Árabe no parecen ser más capaces o propensos a reformarse que en el pasado. En todo caso, parecen ser más crueles y cínicos que nunca. Sin un cambio gradual hacia una mejor manera de gobernar, parece muy posible que los revolucionarios del futuro también reflejen dicha mentalidad, más cruel y más cínica que cualquier cosa que hayamos visto antes. Habrán aprendido sus propias lecciones y sacado sus propias duras conclusiones de los despiadados estados que sobrevivieron y aquellos que cayeron y de los fracasados revolucionarios del pasado. Si la historia nos sirve de guía, es muy poco probable que se hayan vuelto más amables o más humanos a lo largo de las décadas.
*Yigal Carmon es presidente de MEMRI. Alberto M. Fernández es Vicepresidente de MEMRI.