Todos nosotros las hemos visto. Esas fotografías de aquellas estudiantes en la Universidad de Kabul ataviadas en la moda de las minifaldas por los años 70 contrastaban con las que llevaban puesto el burka azul de los años de los talibanes. La revista Vogue que en realidad publicó en su edición de diciembre, 1969 mostraba tanto la moda afgana como los lugares culturales (ahora destruidos) Budas de Bamiyán. A veces, las fotografías «progresistas» son de un tiempo posterior, incluso en los años del régimen comunista en Kabul, cuando cuadros militares del partido de mujeres sin bufandas asistían a los mítines. Pero existe un importante faltante en el fácil discurso que contrasta el supuesto pasado modernizador y dicho retrógrado presente.
Afganistán, una tierra antigua convertida en su mayor parte en un remanso durante gran parte de comienzos y mediados del siglo 20, ha tenido la desgracia de vivir no una o dos, sino tres pesadillas políticas de instancias distópicas (hipotética indeseable), donde cada una ofrece profundas coacciones ideológicas de «rehacer» a la sociedad.
Los tres desastres utópicos fueron provocados por el derrocamiento de la monarquía afgana liderada por Muhammad Daoud Khan en 1973. Siendo él mismo Príncipe y primo del rey Muhammad Zaher Shah, quien reinó durante mucho tiempo en Afganistán, Daoud Khan fue un individuo autoritario arrogante quien fue relevado de la posición de primer ministro afgano una década antes y quien guardaba un amargo rencor contra la monarquía. El incruento golpe de estado contra el rey lo llevó a cabo Daoud con la ayuda de los comunistas de Afganistán. Daoud empoderó al pro-soviético Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), e incluso les otorgó cargos en el gobierno. Más tarde este se volvería en contra de los comunistas y trataría de aplastarlos, pero su penetración dentro del Ejército Nacional Afgano fue demasiado profunda y lograron asesinar a Daoud y a la mayoría de su familia en el golpe de estado perpetrado en abril, 1978 que llevó a los comunistas al poder.
En una de esas circunstancias demasiado conocidas por los estudiantes de historia revolucionaria, el primer hombre fuerte del Afganistán comunista Hafizullah Amin no se radicalizó en los países del Pacto de Varsovia, sino en la Universidad de Wisconsin y en la Universidad de Columbia. Amin y sus colegas asesinaron a decenas de miles de afganos, pero su gobierno fue tan caótico que los soviéticos intervinieron directamente en 1979, lo asesinaron y gobernaron a través de otros títeres durante más de una década. El último colaborador de Rusia, el policía secreto Muhammad Najib, permanecería en el poder hasta el año 1992.
La segunda distopía de Afganistán comenzó con los triunfantes muyahidines del año 1992. Apoyados por los Estados Unidos en contra de los soviéticos, estos fueron cultivados por Pakistán y Arabia Saudita, favoreciendo a la más radical e ideológica de las facciones enfrentadas, en donde Hezb-e-Islami de Gulbuddin Hekmatyar recibió más apoyo que cualquier otro grupo rebelde afgano. Hekmatyar estuvo profundamente influenciado cuando era joven por las obras del ideólogo islamista egipcio Sayyid Qutub. Las luchas internas de los amos afganos rivales de la guerra destruirían gran parte del país una vez que llegasen al poder (las fuerzas de Hekmatyar bombardearon indiscriminadamente gran parte de Kabul hasta volverlo escombros) antes de que los talibanes entraran en Kabul en 1996. El gobierno yihadista a lo largo de las líneas de los talibanes continuaría hasta que ellos mismos fueran derrocados en noviembre, 2001 por los estadounidenses luego de sucederse los ataques terroristas del 11-S, organizados por Al-Qaeda.
La ingeniería social de los comunistas (1978-1992) y los islamistas (1992-2001) fue reemplazada ahora por la ingeniería social y la edificación de la nación de los estadounidenses (2001-2021). Los ideólogos apoyados por Moscú y luego por Islamabad ahora iban a ser reemplazados por nociones aún más exóticas provenientes del Complejo Industrial de Desarrollo/ONG Occidental financiada por USAID con el apoyo de esa densa infraestructura de organizaciones internacionales creadas para ser sirvientes de la intervención militar por parte del Occidente «más humanitario». Según expertos tales como Jen Brick Murtazashvili y Timothy Nunan, la intrusión, corrupción y disfunción del idealismo financiado por los Estados Unidos a nivel local y nacional fue desastrosa.[1] Afganistán ciertamente necesitaba de una reforma, pero al igual que el experimento distópico patrocinado por los soviéticos de una década antes, el «laboratorio de desarrollo» estadounidense respaldado por los Marines estadounidenses se hundiría en las rocas de la ilusión y ambición.[2] Algunos pueden oponerse a llamar al estado afgano patrocinado por los Estados Unidos de los últimos 20 años, el que se promociona por el progreso de las mujeres afganas, una pesadilla distópica, pero al final ciertamente resultó ser importación costosa, artificial y exótica.
La distopía de los talibanes que regresan al poder, respaldados por Pakistán y Qatar, parece al menos de cara, menos ajena que los esfuerzos soviéticos y estadounidenses. Los talibanes también parecen haber dominado una personalidad pública mucho más sutil y pulida luego de años de exilio dorado en Doha. Pero es muy probable que, a nivel básico e ideológico, los talibanes no hayan cambiado en gran medida respecto a su pasado.
Ambas superpotencias de la Guerra Fría convirtieron a Afganistán en una zona de competencia internacional, a partir de los años 50 y 60, mediante el uso de la ayuda al desarrollo, pero al menos el régimen local no fue ni creación ni reacción a estas potencias extranjeras (los muyahidines eran una reacción a la invasión soviética y los talibanes una versión «purificada» de los muyahidines). En este sentido, el extenso gobierno de Muhammad Zaher Shah fue de hecho lo mejor que Afganistán pudo haber esperado, minifaldas para una pequeña élite privilegiada en Kabul, construcción de carreteras y aeropuertos rivales por los soviéticos y los estadounidenses, pero bajo el amplio paraguas de un gobierno nacional relativamente débil que tenía un buen sentido de lo que la sociedad local podía soportar y que tenía credenciales de que eran independientes y anteriores a la competencia de los grandes poderes (la dinastía Barakzai había tomado el poder y gobernado en un trono inestable desde el año de 1823, el educado en Francia Zaher Shah quien se convirtió en rey a la edad de 19 años en 1933). Este es también el Afganistán que alimentó a una generación de académicos occidentales tales como Louis y Nancy Dupree y mi antiguo profesor Ludwig Adamec.
En la década de los años 50, Afganistán era una monarquía asiática muy pobre en desarrollo con un PIB no muy diferente al de Tailandia o incluso al de sus vecinos Pakistán e India, con una élite muy opulenta y privilegiada y una gran población rural asolada por la pobreza. No fue ninguna utopía, pero tampoco una construcción revolucionaria ideada por Moscú, Washington o el deobandismo. En retrospectiva, lo que para ese momento se consideraba debilidades bajo el régimen de Muhammad Zaher Shah ahora parecen ser fortalezas relativas: su tolerancia y gentileza, su «indecisión», su falta de sed de sangre y empuje, la modestia de las reformas de la década de los años 1960 cuando Afganistán logró crear una constitución y celebrar elecciones. Fue el duro primo modernizador quien puso en marcha el fatídico tren del desastre que conduciría a través del gobierno comunista seguido por el gobierno yihadista y por la experimentación social estadounidense a nivel industrial y ahora seguida por el retorno del gobierno yihadista, 43 años de total agitación.
Graduación de estudiantes de la Universidad de Kabul en la década de los años 1960
Zaher Shah era extremadamente mayor cuando regresó a Afganistán en el año 2002 (murió cinco años después) y los estadounidenses se aseguraron de que él, o el retorno de la monarquía, muy posiblemente no desafiaran el progreso de su escogido a dedo agente Hamid Karzai. Karzai, quien no era ningún tonto en tales asuntos, trató al anciano monarca con mucho respeto, llamándolo «Su Majestad» y otorgándole el título de «Padre de la Nación». Pero el mucho más humilde y autóctono Afganistán de Zaher Shah fue herido de muerte décadas antes por un pariente ambicioso en 1973 y rematado por los comunistas cinco años después. El senil rey posee descendientes que están vivos, pero quizás la mejor esperanza del país es que los propios brutales talibanes sean una fase de transición hacia otra cosa, hacia algo auténticamente afgano y humanista y digno de una benigna negligencia de posibles salvadores extranjeros. Y que esta transición será realidad mucho más pronto que tarde.
*Alberto M. Fernández es vicepresidente de MEMRI.
[1] Noemamag.com/the-end-of-nation-building, 24 de agosto, 2021.
[2] Wisdomofcrowds.live/who-wrecked-afghanistan, 19 de agosto, 2021.